Prólogo

En la voz apastorada del hombre campesino —antes, tapabocas y zurrón al hombro, andar cansino, socarrón, astuto y desconfiado a partes iguales—, en quien el habla es cadenciosa como la caída de muchas aguas y el pensamiento sutil e ingenuo, como el de los filósofos antiguos que discutían temas transcendentales a la sombra de los pórticos o a la vera de los caminos, el refrán es conversacionalmente ley y costumbre, hábito y espontaneidad. Quiero decir que lo saca a colación de su discurso o su disputa no por ordenamiento legal alguno sino por un imperativo interior de convencimiento, que es como una obligación impuesta y aceptada; y también por costumbre, por hábito, por tradición y, desde luego, por espontaneidad: porque le brota fresco como el agua de manantial. Porque ¿qué otra cosa es el refrán en la boca de estos hombres simples e iletrados sino legado ancestral, manera expresiva y consustancial de sus coloquios, ciencia y experimentación no aprendidas y bagaje de sabiduría filosófica, truhanesca y un tanto de andar por casa? Desde luego, y por encima de todo, es el legado cultural más auténtico, más propio y más vivido, junto a las danzas y a las canciones populares.
 
El hombre del pueblo se ha criado entre cabras y refranes, como la mujer entre ollas y locuciones, frases hechas y versos cojos de sílabas mal contadas. Y puede que de unos y de otros nacieran los refranes y aquellos, sin pregón ni propaganda, los fueran sembrando y traspasando de pueblo en pueblo, de generación en generación. Nacerían de las discusiones apasionadas allá en el pórtico románico resguardado de fríos y de lluvias; a la sombra de la acacia en la plaza mayor donde parlamentan los ancianos —cayado sin mando en la temblorosa mano y mucha vida a las espaldas—; nacerían de las chácharas insustanciales de jóvenes enamoradas y viejas alcahuetas en la cocina, cosiendo en la plaza, esperando en la fuente pública; y luego se recogería todo lo más sobresaliente, lo más acertado, lo mejor rimado, lo más chocante, en las veladas nocturnas al calor del fuego, en las largas noches de invierno que se hacían cortas escuchando los recuerdos de la abuela o las sentencias del más viejo, en aquellos tiempos en que la vejez llamaba tempranamente a la puerta de los jóvenes sin dejarles ser hombres y mujeres como edad intermedia. Y si nacieron así los refranes, a más de haberse criado en los escritos de algún autor que quiso adoptar unos y procrear otros, es así —de boca en boca— como se desperdigaron por la campiña y la ciudad hasta nuestros días, llevados de acá para allá como moneda que pasa de mano en mano.
 
En la voz exquisita, fina, bien cuidada, en la pausada bronca voz del hombre culto y ciudadano —manos hechas al volante, ojos cansados de televisión, rostro recién afeitado, hombre apático, malhumorado y con prisas—, el refrán es como el signo quinielístico de 1, X, 2, que se coloca donde mejor le cuadra a uno, o porque sí, o por intuición. Entonces, probablemente, el refrán no tenga la misma fuerza, ni tenga la misma razón de ser, ni sea la consecuencia o conclusión de una disertación bien hecha, ni tenga el sabor de antes, ni parezca igual que en boca del hombre del suburbio. Será por eso por lo que algunos ensartan refranes como cuentas de rosario sin pensar que esta medicina se toma en dosis muy pequeñas, como las píldoras amargas.
 
Pero de todos modos, cuando el equilibrio sensato de una conversación abre el postigo a los refranes en cuentagotas y no a raudales, ni en manadas, ni porque sí, el refrán tiene todavía hoy —y puede que hoy más que nunca por la insustancialidad de tanta conversación inocua y sin sentido— un valor muy importante en el orden de las ideas y no menor en el del lenguaje, un valor que agradecerá, sin duda, tanto el que escucha como el que habla, por el enriquecimiento y el adorno de la conversación y del propio habla coloquial. Pero ¿qué es el refrán en sí mismo? ¿Es sabiduría popular? ¿Es la voz de la experiencia? ¿Es enfermedad lingüística, o excusa verbal a falta de razones, a falta de lógica o a falta de psicología?
 
Para algunos, y éstos puede que sean no pocos, el refrán no es más que un mero flatus vocis popular, lo que podríamos llamar la voz del pueblo, una manera peculiar de expresarse entre cazurra y original, sin más gracia ni valor que el valor folclórico, reflejo de unas costumbres ancestrales y de un modo de vivir en decadencia si no se le quiere considerar como perdido, objeto sólo de anticuarios, arqueólogos y comerciantes de viejo, y nada más.
 
Y no es así. El refrán es algo más que la voz del pueblo, es la voz de la experiencia y la filosofía popular. El pensamiento que encierra, la sabiduría que encarna, el conocimiento del corazón humano que supone y la experiencia que rezuma le hacen ser algo más que una pura forma literaria de estructura formal referida tan sólo al valor sintáctico y gramatical. En primer lugar, es el reflejo de una cultura popular cuyos valores son más apreciados cada día, por más orgullosos que nos sintamos hoy del televisor o por más pagados que estemos del coche o de las máquinas digitales. Es la expresión grácil, humana y ponderada del conocimiento de la vida y del hombre: el «conócete a ti mismo» de los clásicos, reflejado en el refrán «quien no te conoce, ese te alaba».
 
Y este conocimiento del hombre y de la vida es la sabiduría de los antiguos y la ponderación y el aplomo para andar por el mundo; y esto es lo que trasciende de los refranes, porque están llenos de ese conocimiento vital y humano. Reconozcamos que «no hay refrán que no sea verdadero», y que «cien refranes, cien verdades». Esto quiere decir que están llenos de contenido doctrinal, de carga moralizante, y que esto, al igual que su sentido didáctico, pedagógico y de moraleja abreviada, no es más que el fruto de una experiencia largamente confirmada por las generaciones posteriores. Y si la filosofía que rezuman los refranes está salpimentada con no pequeñas dosis de socarronería es porque la sabiduría que dan los años sabe mucho de la malicia humana, de los desengaños y de las zancadillas. Porque en aquellas conversaciones al amor del fuego, en aquellos parlamentos al cobijo fresco del pórtico de la iglesia, los ancianos —maestros del saber, conocedores del pueblo y de los dichos antiguos—, no sólo murmuraban de los ausentes, contaban también las propias experiencias y las ajenas, los dimes y diretes de las clases pudientes, las verdades lejanas —exageración al canto— de soldados y navegantes y, cómo no, las curiosas cosas del forastero recién llegado, creídas a medias y a medias puestas en el saco de la duda o de la incredulidad; porque el cantero de pan duro y el cobijo del pajar le hacían ser agradecido, y el agradecimiento no se paga ni aún hoy día con la verdad sino con la exageración, con la hipérbole, con el pequeño engaño, con la adulación, el halago y el piropo.
 
Naturalmente, de estas conversaciones pausadas de largas tardes y largas noches sobre hechos recientes o lejanos en el tiempo y en el espació nació el refrán. El refrán es hijo del pueblo, humilde, villano, sin paternidad reconocible, sin techo, sin albergue, sin el ropaje de la erudición o de la frase bien hecha. Por eso se diferencia del adagio y del proverbio, de la máxima y de la sentencia. El adagio y el proverbio son eruditos en el fondo y en la forma; la máxima y la sentencia son desgarrones de la filosofía. Conocemos el libro en que fueron escritos y los autores que los crearon. Los refranes, por el contrario, como los dichos, las locuciones y los aforismos, son anónimos, son del pueblo, se diría que recogidos del arroyo, del estrato más bajo de la capa social, perdidos en el desván o caídos del arzón a algún desocupado caballero que no se dignó siquiera recogerlos. Pero ahí están, recorriendo ufanos el mundo de la conversación galana al estilo del Marqués de Santillana, en las cuidadas frases al modo de Sancho Panza, en las reuniones elegantes, en las citas amorosas, en las sesudas juntas de los ejecutivos, en las tertulias, en la calle y en la plaza. Y no decaen. No pasan de moda. Están bien vistos por unos y por otros. Y desde luego, son una fruición lógico-verbal del hablante, y un regocijo para el que escucha.
 
El valor del refrán, en el campo de la filosofía práctica y sentenciosa estriba en su calidad de conclusión, de colofón, de corolario, a un problema filosófico, a un tema de pensamiento, como si se dieran por sentadas las premisas o se las dedujese en la propia conversación. Y en esto es tan rico, tan sabroso, tan auténtico su saber y su sabor, que bien pudiera decirse que los refranes son a la filosofía, lo que los romances a la épica.
 
Una cuestión, por ejemplo, tan apasionante y puesta tan frecuentemente sobre el tapete de la discusión es dilucidar qué es el hombre. «El hombre es un lobo para el hombre», dicen unos resumiendo tratados y teorías. «El hombre es el mejor amigo del hombre», dicen otros, conocedores de la psicología humana. El refranero, que comprende lo poco absoluto de la cuestión y sí lo relativo y lo circunstancial, sin dogmatizar a priori ni generalizar, dando la razón ahora a unos ahora a otros según las circunstancias, tiene para todos los gustos: «con sus buenas y malas artes, los hombres son hombres en todas partes», «ay, señores, qué malos son los hombres». Pero también: «un hombre vale por dos, y si muy esforzado es, por tres».
 
El refranero generaliza poco, distingue mucho, alaba o vitupera según los momentos. Y es en estos casos cuando el valor paradigmático y sentencioso del refrán cobra categoría porque es el resultado de un estudio psicológico del alma humana. Así, no ensalza al hombre, no le vitupera, se queja tan sólo; no alaba al hombre sino al hombre valiente; no antepone el honor, sino el honor al amor en «entre el honor y el amor, lo primero es el honor»; se muestra machista a veces: «un hombre de plomo vale más que una mujer de oro», pero feminista no pocas: «la mujer buena y leal es tesoro real». Sólo se define tajante y sin paliativos ante el temor del engaño en el amor: «no fíes de los hombres, niña», «cuando nos aman, señoras nos llaman; cuando nos tienen, ya no nos quieren».
 
EI alma humana es un misterio impenetrable en el refranero, «cien lobos son como un lobo, mas cien hombres desemejan unos de otros», que refleja el pesimismo filosófico a lo Séneca o a lo Spinoza. En cambio, se muestra el refranero enérgico y decidido en las cosas de la virtud como la honradez, la amistad, el valor, la fama, la honestidad: «Lo que no debe ser, no debe ser». Como también es muy propio del refranero jugar con los conceptos y a veces con los vocablos, como en este refrán relativo a la riqueza y al honor: «entre el honor y el dinero, lo segundo es lo primero»; a veces con la contraposición de ideas como «en oyendo nuevas me voy haciendo vieja». Pero donde agota todos los recursos y se hace barroco y conceptuoso es en «el perdido que es perdido, que de perdido se pierde, que se pierda ¿qué se pierde?».
 
El refrán es también consecuencia y fruto de la experiencia propia o ajena expresada con habilidad y con pocas palabras, cuyo contenido moralizador o diatriba contra la sociedad cae en gracia en el auditorio, que lo repite una y otra vez, elevando la anécdota y la casuística a la categoría de modelo, de sentencia y de generalización. De esta manera, quien se encuentra en parecidas circunstancias no saca su razonamiento o su experiencia, ni su propia hilvanación de los hechos, ni su moraleja, sino la gratuita afirmación de los refranes. Y esta corroboración confirma, a su entender, su punto de vista.
 
Fuera de todo pensamiento o idea filosófica el refrán es también una forma de lenguaje compuesta generalmente por una frase de dos hemistiquios con una cadencia tonal y frecuentemente con una rima asonante: «A la mar madera, y huesos a la tierra». Y en el orden conversacional, el refrán es el gancho o enlace de la frase bien por una concomitancia verbal bien por una ilación lógica. Veamos un ejemplo: Si uno aconseja a otro que vaya a caballo, la respuesta lógica sería: no puedo, es muy caro, no tengo. Pero la voz caballo le sirve de enlace a un refrán y la conversación se transforma en este simple diálogo.
 
—... a caballo
 
—sí, a caballo va el obispo.
 
También hay que considerar el refrán con frecuencia como el broche de oro, la corroboración, el corolario o la demostración final de algo. Sucede un hecho, se comenta, se quiere reafirmar uno en un juicio, quiere basar su reprimenda en algo que no sea su propio «ordeno y mando», y se busca el refrán. Con ello parece que no hay más que objetar, y la conversación se acaba. No hay diálogo, es el broche, el cierre tajante de quien cree tener razón o teme que se la quiten:
 
—Sabes lo que te digo, que como dice el refrán: «donde manda el burro se ata al amo».
 
Como «los refranes no engañan a nadie» y para que «la persona que es curiosa (tiene) tenga un refrán para cada cosa» hemos confeccionado esta selección de refranes con ánimo de que el lector conozca una muestra del rico acervo cultural acumulado a través de los años para enriquecimiento del léxico y de la conversación. Y también para que el lector, conociendo esta escogida selección de refranes, característicos y vigentes en el habla coloquial, pueda usarlos con medida y ponderación.
 
Como el lector observará, esta selección de refranes no va por orden alfabético sino numerada correlativamente. Para la búsqueda de un refrán, por consiguiente, tanto si es conocido en todos sus términos como si sólo se conoce a través de una referencia, se debe acudir al índice. Si se conoce el refrán, se busca la palabra (nombre, verbo o en su caso el adjetivo) que encabeza el refrán prescindiendo de los enlaces gramaticales de artículo, preposición, interjección, etc. Si se desconoce la textura formal del refrán pero se desea uno que haga referencia a ideas abstractas como el amor, el odio, la amistad, el temor, la avaricia, la relación padre-hijo, etc., también le será fácil al lector acudir al índice y en el concepto que le interesa encontrará los números referentes a otros tantos refranes, cuyo contenido conceptual hace referencia al aspecto buscado. De este modo creemos hacer un buen servicio al lector tanto en el número de refranes y su explicación como por la facilidad que se le otorga en la búsqueda de cualquiera de ellos.

EDITORIAL RAMON SOPENA, S. A.

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